El día que la ansiedad le robó el aire que podía respirar

Hola.

Ismael era el tipo de hombre que no se permitía fallar. En silencio y con mucha discreción, se exigía mucho más de lo que otros podían siquiera imaginar, porque muy en el fondo siempre tenía miedo a fallar. No obstante, había logrado desarrollar un talento innato: fingir estar bien y hacerle creer a los demás que siempre tenía el control. Era tan bueno en ello, que algunos llegaron a decirle que irradiaba paz.

¿Paz? ¿Qué puede ser paz cuando tu mente está dominada por ruidos y voces que te dicen en todo momento que no puedes, que no eres, que jamás podrás y, naturalmente, que jamás serás? ¿Cómo no tener miedo si el enemigo eres tú mismo?

Cuando se convirtió en adulto, se dio cuenta que sólo quería dos cosas: ser una buena persona, como lo eran sus padres y para lo que había sido educado; y alguien que lo abrazara en las noches, cuando dormido, se sobresaltaba de tal forma que a veces se despertaba agitado, llorando y sintiéndose culpable.

Pobre Ismael, no sabía que estaba pidiendo demasiado. Incluso pensó -para su satisfacción- que se estaba volviendo más simple en sus esquemas de vida. Y en ese devenir de la realidad, ocurrieron situaciones que se le dificultó manejar.

Su madre enfermó, con una de esas condiciones que poco a poco la va desconectado de todo y de todos, y él, lejos, sin poder estar allí como ella siempre estuvo para él cuando era un niño, sin poder ser el hijo que su madre merecía. Cada vez que la veía, estaba tan deteriorada, más alejada de esa mujer de carácter pero amorosa que lo levantó. No podía sentirse más miserable, era un crimen lo que estaba haciendo -o más bien, lo que no hacía. Era un crimen imperdonable. A pesar de ello, decidió abalanzarse sobre su trabajo, mantenerse ocupado tanto como pudiese. Así no le daba espacio a su mente a pensar en sí mismo.

Un miércoles, en un café, tal como dice cierta canción, conoció a alguien con quien estableció una amistad, que luego se convirtió en una relación amorosa. Alguien lo abrazaba en las noches y le decía al oído que todo estaría bien, que ya no estaba solo luchando contra sus demonios. Durante cinco años estuvieron compartiendo, apoyándose, tratando de alinear las expectativas de vida de cada uno en algo común, más armónico. Pero también se desgastaron. Y los demonios nunca se fueron, al contrario, se fortalecieron cuando sobrevino la inevitable traición, esa que perjuró lo inútil e incapaz que era Ismael a la hora de amar. Esa que le fracturó el alma como nunca antes. Y cuando vació los espacios de su casa que antes ocupaba quien le acompañó durante esos cinco años, se dio cuenta de lo poco que había de sí mismo, y lo mucho que ahora ocupaba la nada.

Fue entonces cuando el aire empezó a faltarle con mayor frecuencia. Ya no era sólo en la madrugada. Era en el metro, camino al trabajo, en la oficina, almorzando con los amigos. Sentía que el aire no era suficiente, que perdería el conocimiento en cualquier momento. Sentía que debía salir corriendo del lugar en el que estaba, pero, ¿hacia dónde, si igualmente no habría aire suficiente? Su mayor temor se hizo realidad: no podía tener el control de sí mismo.

Una mañana, la voz que más gritaba en su mente le dijo que la muerte era posible. Que todo lo que estaba sobre el Mundo, conocido o no, seguiría sin él, que nada pasaría. Que extrañar y olvidar no riman sólo por casualidad. Y lo consideró, quizás así podría expiar las culpas de tantos años, del haber matado eso que tocó, de no haber sido suficiente para nadie.

Pero lo reconsideró, porque en medio de su tribulación, su alma fracturada le dijo que no se ha equivocado amando como lo ha hecho, ni confiando como lo hace. Pensó que podía ser un poco más gentil consigo mismo, permitirse equivocarse y reconocer que en ocasiones ha tomado malas decisiones. Y que ni siquiera eso es malo en sí mismo!

Allí está Ismael, tomando una píldora al día y conversando cada cierto tiempo con gente que puede ayudarle a ser y a respirar. Él decidió jamás volver a ser.

Espero que lo logre, de corazón. Creo que lo merece.

Hasta el próximo post.

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