Relatos Cotidianos: El olor de la tierra mojada.

"Cuando la tierra huele a mojado, es porque va a caer un palo de agua..."

El recuerdo más antiguo que tiene Ismael es de cuando tenía unos cuatro o cinco años, sentado en su banquito de madera, escuchando las historias que la señora Socorro -la vecina- le contaba. Con toda seguridad no entendía nada de lo que oía, pero verla gesticulando como si fuese un pulpo en movimiento era cuanto menos entretenido.

Y es que en el Tinaco de mediados de los ochenta no había mucho que hacer. Entre las tareas de la escuela y el curso de cuatro, Ismael repartía sus días bajo la severa mirada de su madre. Él aprendió a leer a los tres años porque su mamá así lo quiso. Siempre fue el mejor de su clase, jamás reprobó un exámen. Nunca hubo mejor estudiante que Ismael, y esas pequeñas glorias eran la muestra de lo mucho que quería agradar a los demás, en particular a sus padres. Porque, a esa edad, si no cumples con las expectativas de tus padres, ¿qué sentido tiene entonces todo el esfuerzo?...

Y llegó la adolescencia. Y junto a ella, ese fatídico día...

A los dieciséis años, una conducta intachable y con un récord académico impecable, Ismael cometió el primer "error" de su incipiente existencia: osó dudar del buen juicio de sus padres. Todos le decían que sería un buen médico, que esa carrera estaba hecha para él. Todos estaban convencidos de ello, menos él. Y en ese momento, empezó a cuestionar muchas cosas que se tomaban por sentado. ¿Por qué nadie nunca le preguntaba qué quería él? ¿Por qué su opinión no valía? Y ese niño callado, que casi nunca habló pero siempre obedeció, tomó una decisión. Cuando le dijo a sus padres que no sería médico, estalló la hecatombe.

¿Qué se creía? ¿Acaso a los dieciséis años se pueden tomar decisiones? Sus padres no pudieron ser más hirientes. Escupirle en la cara un "no confío en ti" marcó un punto de inflexión. Todo lo que había hecho, todo lo que había logrado, absolutamente todo era por agradar a sus padres. Había sido obediente, jamás había pronunciado grosería alguna, nunca había probado el licor siquiera. Siempre respetuoso, nunca problemático. ¿Y ahora era el malo de la partida? ¿Ahora no valía?

Hay quienes dicen que esa visión romántica del mundo se pierde cuando se es adulto. Ismael la perdió a los dieciséis. Sin nadie en quien apoyarse, puesto que hacer amigos no era prioritario -"amigo el ratón del queso", decía su madre-, tuvo que empezar a reconstruir y replantear su existencia solo. Y en ese entender quién iba a ser en lo sucesivo, se dio cuenta -y aceptó- que no podía vivir abocado a satisfacer las expectativas que los demás plantearan para con él, así fuesen sus padres, y eso pasaba por asumir que podía querer de forma diferente. Y que ser diferente no estaba mal. Sentirse cómodo bajo su propia piel era el objetivo, no importaba lo que el resto de la gente opinase.

Apenas se graduó de la universidad -donde estudió lo que quiso- se fue de ese Tinaco provinciano, caliente y áspero; a Caracas, a hacerse una vida propia, en sus términos. Cometió errores, pero también tuvo aciertos. No dejó que las circunstancias jamás lo consumieran y entendió que la dignidad es una de esas cosas innegociables en la vida. Conoció la felicidad embriagadora de un amor recién cosechado, y el dolor inmisericorde de un corazón vuelto añicos por el desamor. Pero hubo algo más importante que todo eso: supo que podía amar, y sobrevivir para contarlo. Las experiencias vitales son las que nos vuelven adulto, decía.

Un día volvió a su tierra, y la sorpresa no pudo ser mayor. Nadie lo recordaba. Salía a la calle y no se topaba con los compañeros de la escuela o el liceo. Nada de gente conocida. En su lugar, ríos de seres anónimos, sin nombre ni historia. Al igual que él. Todo evoluciona, todo cambia, así no estés allí para verlo -o vivirlo.

Cuando llueve, el olor de la tierra mojada lo remite a ese lugar, a cuando era un niño. Donde todo comenzó, más de una vez.

Hasta el próximo post.

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