Relatos Cotidianos: Cuando el dolor no es suficiente.

Hola.

Sometimes, pain ain't enough.

Esa frase la he tenido en mente durante años, y en cierta forma resume la siguiente historia:

Si algo atesora Mary en su corazón, es el profundo rencor que siente hacia su madre. Han pasado más de treinta años desde aquel día en que, con su primer hijo recién nacido en brazos, Susana, su madre, la echó de la casa. Una tarde de finales de los '70, asfixiada por el calor y el calcinante sol de La Vela de Coro, Mary tuvo que armarse de valor e iniciar un periplo que la llevó a ser muchacha de servicio, repostera y peluquera. Todo ello para salir adelante con su pequeño hijo recién nacido. Todo ello para demostrarle a su madre que podía sobrevivir sola, en sus propios términos. Su esposo, Roberto, ingeniero recién graduado en Maracaibo, daba sus primeros pasos como profesional en Caracas. Ambos luchando por un fin común, salir adelante, pero con motivaciones tan diferentes como la noche del día.

Con el tiempo, las cosas empezaron a mejorar. Roberto había sido trasladado a un pequeño pueblo llanero, y una vez instalado, él y Mary asimilaron que sería allí donde levantarían a su primogénito, que ya tenía un año, y a los hijos que estaban por venir. Fue entonces cuando Mary volvió a hablar con Susana, más como una demostración de orgullo propio que por compasión. Ese incidente no sólo las separó durante poco más de un año, las distanció para siempre. El corazón de la abuela también se llenó de resentimiento. Cuando el carácter de dos personas es el mismo, la fricción entre ambas será permanente. Susana no dejó de comparar a Mary con su otro hijo, figura espectral que vivía con más penas que glorias. Ella sabía que eso laceraría a Mary, haciéndola ganar en esa batalla autodestructiva. "Tu hermano me ha dado más nietos, robustos, provoca abrazarlos. En cambio, tu sólo me has dado dos, raquíticos y enfermizos. Tus hijos jamás llegarán a ninguna parte. Salieron a ti". Y en definitiva, no fueron dos, sino tres. Todos despreciados por la abuela. Todos vistos como futuras armas de destrucción en la particular batalla que libraba la madre.

Y así siguieron, durante treinta años. Lastimándose, reprochándose cosas que nadie más entendía. Cada vez que podía, Mary le contaba a sus hijos la historia de su abuela, lo mal que la había pasado gracias a ella, lo mucho que los despreciaba... El odio verdadero es como el amor, debe cuidarse y abonarse día a día, pensaba, mientras sus hijos la veían con extrañeza.

Pero el tiempo no pasa en vano, y treinta años es toda una vida. Susana, vieja y afectada por una enfermedad que limitaba casi a cero su movilidad, empezó a necesitar de su hija. Su hijo la había abandonado, aunque realmente nunca lo tuvo. Ella misma sentenció su destino cuando le permitió vivir sin responsabilidad alguna, porque él era el hombre se la casa. Ahora que necesitaba ayuda, Susana se encontró sola y atormentada por una vida desperdiciada en un juego doloroso. ¿Cómo había llegado hasta allí, reflexionaba, empeñada en destruir a su propia hija sólo porque le recordaba a ese esposo inexistente que abandonó apenas pudo? ¿Habría tiempo para curar heridas ahora que su historia física en este mundo acababa? ¿Valdría la pena? Su orgullo es más fuerte que su espíritu, y eso es algo que no se ha visto afectado por su enfermedad. Nunca antes. No ahora.

Para Mary, treinta años también eran toda una vida. Ella se dedicó a sus hijos, por nada en el mundo debía hacerse realidad la canalla profecía que había escupido su madre. Llevó a sus tres hijos a la universidad, los vió graduarse y les apoyó en sus inicios como hombres adultos que eran. Finalmente, había ganado. Sus hijos no podían ser mejores, y ella no podía ser mejor madre. Así se lo hizo saber a Susana, quien a duras penas pudo asistir al acto de grado de sus dos nietos mayores. Literalmente, Mary la obligó a sentarse en el auditorio para que la viera triunfar. Todos los desvelos, las preocupaciones y las lágrimas habían valido la pena. Su madre había sido finalmente derrotada. No obstante, la vida también sabe cómo jugar. Con sus hijos haciéndose una vida propia, Mary se encontró sola. Por primera vez en años, ella no estaba rodeada de gente, ya no era el eje medular en la vida de los suyos. Y la soledad, no siempre es buena compañera. Su fortaleza empezó a decaer, así como su memoria. Ya casi no comía, no salía. Optó por encerrarse en su casa, su espacio conocido. La misión que se había trazado en la vida, la cumplió. Ella ganó. Pero, ¿habrá valido la pena?

Un día, Susana se cayó en la soledad de su casa, allá en La Vela. Estuvo dos días arrastrándose por el suelo, tratando de levantarse. Cuando finalmente la encontraron, los vecinos avisaron a Mary, quien inmediatamente fue a encargarse de ella. Treinta años después, madre e hija estaban juntas, débiles, distintas. Mary debía bañarla, alimentarla, curarle las heridas que se había ocasionado con la caída. Y en la intimidad del baño, mientras la una cuidaba -en cierto modo- a la otra, ambas empezaron a acercarse de una forma que no habían hecho jamás. Estaban confinadas en ese pequeño baño, caluroso, donde no había espacio para algo distinto a la compasión. Por primera vez se hablaban como seres que sentían, se miraban con sinceridad. Se reconocían vulnerables y necesarias... Al menos, en ese instante.

Quizás es demasiado tarde para ambas hacer las cosas de forma correcta. Todo el esfuerzo dedicado a no ser lo que la vida, por naturaleza, había decidido que fuesen. Dos vidas desperdiciadas porque, para ellas, el dolor no fue suficiente.

Hasta el próximo post.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Muy buena conclusión!

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