Memorias de una vida desperdiciada - Extracto N° 2

Ese día, ella estaba en la cocina, sentada, cosiendo esa inexplicable pieza que parecía no acabar nunca. Estaba frágil, apenas podía caminar con la ayuda de una andadera. Los años no pasan en vano ni para los robles más robustos del bosque. A pesar de ello, su carácter y lucidez estaban intactos.

Ya listo para irme, recuerdo haberle pedido la bendición -hay costumbres que jamás voy a perder-, y le pregunté si cerraba la puerta. La brisa de la península en esa época del año no daba tregua en su revuelo. Estábamos solo ella y yo, en la inmensidad de ese apartamento casi vacío, envuelto por el viento de enero, y entre infinidad de cosas intangibles. Me dijo: "no, yo voy a despedirme de ti". Y fue en ese momento cuando supe que jamás la volvería a ver con vida. Con mucha dificultad se levantó y me acompañó hasta la puerta. Hay intimidades que no permiten ni necesitan más que ser entendidas en silencio, sin palabras.

Una semana después, regresaba a su funeral. Había muerto una de las mujeres más importantes de mi historia personal, esa de carácter indomable que abandonó a su esposo para levantar sola a su familia, la que jamás dio su brazo a torcer, ni siquiera cuando mellaba el vínculo con su propia hija. Jamás podría juzgarla. Solo puedo honrarla.

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