Mientras caminaba al trabajo, recordó que no le quedaban pastillas. Se detuvo a revisar su bolso y tuvo la fría confirmación de su sospecha: no había ni una pastilla escondida entre las cosas que siempre llevaba. «¿Desde hace cuánto no tomo las pastillas?», pensó. Más del que pudiese recordar, sin duda. Siguió caminando con una sensación conocida, pero que apenas podía identificar. No era sobresalto, al contrario. «No hay angustia», dijo en voz alta. Parecía que le faltaba sentir algo. Continuó hasta la entrada del edificio, tomó el ascensor y al llegar, luego de los saldos de rutina, preguntó si había algo pendiente. «Nada», fue la respuesta. Y fue esa su respuesta, también. No sentía nada. No estaba químicamente adormecido, como había pasado los anteriores tres años. Ahora estaba despierto, respirando, escuchando el bullicio que venía de la calle y se colaba por la ventana. Se asomaba a ver la coreografía de carros, peatones y luces de semáforos que se sucedía en esa esquina. Lo veía